lunes, 30 de junio de 2008

Tengo que quemar muchas cosas y no sé ni por donde empezar.


Esta mañana compré un juego completo de ácidos y corrosivos. Me había propuesto deshacerme de todo -o casi- lo que se interpusiera en mi camino.

Tras darle muchas vueltas decidí qué era lo mejor que podía hacer: eliminar todos los rastros de las personas que han echado a perder algún instante de mi vida.

El líquido del bote naranja se encargaría de ello.
Ardía, el tarro desprendía calor, quemaba, no podías tenerlo en la mano más de cinco segundos sin notar cómo se abrasaba la piel.

Comencé por eliminar las cartas y las postales de vacaciones que una vez me enviaron con la esperanza de que yo hiciera lo mismo desde algún otro lugar de este planeta. Acidé fotos, revistas, discos, libretas y pétalos de rosas secas que hasta la fecha aún conservaba entre versos de Neruda. Derretí el móvil porque no podía verter ácido sólo a los mensajes, eliminarlos no hubiera sido ni la mitad de romántico. Luego acabé con el dvd y con todas las películas que sabía eran las favoritas de algún conocido.
Por último, me abalancé sobre el teléfono. Me resistí, aguanté las ganas de acabar con dicho objeto hasta que llamara alguien. Yo no quería que fuera él, juro que no quería que fuera él. Habría rezado por que llamara cualquier persona excepto él. Ya no podía echarme atrás. Contesté a sus preguntas adoptando el tono más ácido que pude. Le dije que viniera, a las cuatro.

Cuando llegó quiso saber qué le había pasado a mi teléfono móvil.
Estaba de espaldas.
No le dio tiempo a preguntar el por qué de aquello. Ya empezaba a derretirse cuando quiso volver la cabeza.

Cuando su cuerpo quedó reducido a una gelatinosa papilla me di cuenta de que a mí también se me estaban abrasando los dedos.


1 comentario:

Anonymous dijo...

uuffuufuffufufufufuufufufufufufufuffufufuufufufufufuf.... SI TUVIESE O TUVIERA FAX....no voy a comentar nada más.
y no soy anonimo